domingo, 29 de diciembre de 2019

Los Egusquiza

   Amalia Betancourt había conseguido dos cosas que la extensa familia Egusquiza consideraba casi un milagro: apaciguar al fogoso coronel Ulises y mantener la tradición de la reunión navideña anual.

    El coronel Ulises, a punto de entrar en la cincuentena, disfrutaba, por primera vez, de una equilibrada madurez emocional de la que siempre había adolecido. Lo que no habían logrado dos esposas e intentado sin éxito diversas amantes (más o menos oficiales) lo había conseguido una bibliotecaria de maneras comedidas.

     Así que cuando murió el bisabuelo y Amalia se presentó voluntaria para organizar la navidad Egusquiza, él la apoyó sin fisuras. 

     «Es evidente que Amalia pretende compensar así la mala relación que tiene con sus padres». Justificaba el coronel Ulises entre los oficiales del cuartel. Y es que los Betancourt eran una saga de prominentes investigadores que no perdonaban a su díscola hija única haber desoído la sagrada llamada de la ciencia. 

     El caserío Egusquiza quedaba lejos de donde vivían. Amalia solicitaba vacaciones sin sueldo y se instalaba allí a inicios del mes de diciembre. Él iría cuando tuviera permiso. Ulises vivía aquel tiempo de ausencias y reencuentros con el deleite de un primer amor. 

      Ventanas abiertas, aire fresco, agua, jabón, congeladores y neveras en marcha, vinos y espumosos volvían a llenar la bodega, adiós polvo, fuera telarañas. El caserón despertaba del letargo poco a poco. Llegaba el camión de la leña. Arantxa, la electricista del pueblo vecino, instalaba las luces de Navidad en el tejado. Gorka y hermanos adecentarían el jardín. 

     Cuando llegó Ulises, el primer domingo de mes, la encontró atareada contando sábanas. Carraspeó un poco (no quería asustarla), sin decir nada le pasó la mano por la cintura y le dio un tierno beso en el cuello. Era un hombre de acción, no de palabras melindrosas.  

     —¿Inauguramos la chimenea del salón, cariño? No vaya a ser que este año el fuego ya no caliente como siempre —bromeó ella de excelente humor.

     Juntos frente al hogar, Ulises le hacía un recuento de la lista provisional de la tropa Egusquiza que ya había confirmado su asistencia: Treinta y cuatro adultos, doce criaturas de edades diversas, siete perros y su cuñado Manolo.

     Le explicaba la batalla desatada en su escritorio con la incesante marea de mensajes de parientes. Compartía con ella las noticias que le llegaban de todas partes del mundo. Óbitos y nacimientos; nuevos romances y desamores rubricados ante notario; golpes de buena suerte y reveses de la fortuna. Con toda aquella información estaban aseguradas largas horas de charla en las sobremesas navideñas. 

     A mediados de mes, Ulises apreciaba en Amalia un brillo de felicidad traslucida (esa que se intuye más que se muestra) que la convertía en una mujer de atractivo arrebatador.  

     —¿Un maratón de cine? —proponía él, cuando el sol se ocultaba tras las montañas. 

     Empezaban siempre con una de acción o aventuras. Se reían de los muertos de pega y de la violencia coreografiada. Luego una comedia, algo ligero, para acompañar la cena. El placer culpable de Ulises era acabar con una película de tema navideño, horneada en salsa de lagrimones. Ella aceptaba a regañadientes: «Menudo montón de paparruchas tendré que aguantar». Y fingía no saber que sería él quien más lloraría de los dos.

     A una semana de las celebraciones, llegaba la cuadrilla. Había comenzado siendo un plan de contingencia. Tres hijos de un sobrino en segundo grado, los Aguinaga Egusquiza, que se habían ofrecido a colaborar, a cambio de un aguinaldo, para poder pagarse los planes del fin de año. La oferta mercenaria se había convertido en sincero vínculo familiar con el paso del tiempo.

     El coronel Ulises, que cuando su primera esposa insinuó un hipotético embarazó tuvo un ataque al corazón del espanto, disfrutaba de aquella paternidad temporal. En especial cuando se iban a esquiar a la estación de San Isidro, aparcando por unas horas las tareas, para quemar las futuras calorías de las comilonas navideñas.   
     El día antes de llegar los primeros parientes, encontraron en el buzón una felicitación de Navidad. Era una postal de los Betancourt con un impersonal texto impreso. Adjuntaban un certificado con una donación hecha a nombre de Amalia para una entidad sin ánimo de lucro que investigaba algo para mejorar el mundo. 

     Aquello era de una beligerancia nada disimulada. Amalia pareció no darse por aludida, en cambio, al coronel se lo llevaban los demonios. 

     Hacía media hora que la hermana de Ulises había enviado un mensaje: «Llegamos en treinta minutos». Cuando el guerrero que Ulises llevaba dentro estalló:

     —Alguien tendría que explicarles a tus padres lo que es la Navidad. Esos no entienden ni de paz, ni de concordia, ni de leches. 

     —Menudas paparruchas dices. ¿Tú te oyes? ¿Paz y concordia? Son palabras huecas.

     —La Navidad —insistió Ulises— va de estar con la familia.

     —¿Va de aguantar a tu cuñado Manolo? Porque si eso es la Navidad, a mí que me borren.
     Ulises no soportaba que Amalia se pusiera tozuda. Lanzó su respuesta sin pensar:

     —Va de perder una tarde juntos delante de una chimenea encendida y saber que no querrías estar en ningún otro sitio; va de ir a esquiar con la cuadrilla; va de compartir las cosas buenas y malas de la familia; va, va, …

     —¿Quieres decir que va de preguntar si estas resfriado, fingiendo que no me doy cuenta que tus lágrimas son por una película ñoña? —dijo con fingida candidez.

     Ulises se quedó sin palabras, la mirada de Amalia lo decía todo. Sonrieron al unísono. Firmaron la paz con un beso. Amalia tampoco era mujer de palabras melindrosas. 

     Frenos de coche, un bocinazo, puertas que se abren, voces familiares que dicen alegrarse por estar de nuevo juntos. 

     —¡La ostia, cuñao! ¡Qué cara de alelao tienes hoy! Parece que le hayas visto las tetas a la Virgen María. Juas, juas, juas.

     El coronel Ulises pensó que la Navidad era un tiempo de milagros pero que, al cretino de su cuñado Manolo, no lo arreglaba ni Dios.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Nochebuena


     Geneviève Brunet bajó la persiana y cerró con candado su tienda de té a granel. El cielo barruntaba nieve. Si la predicción del tiempo no erraba, estaba asegurada una mañana de Navidad blanca.

     Encontró su apartamento como lo había dejado, ordenado y limpio. Listo para revista. La mesa del comedor dispuesta hasta el último detalle para la cena de Nochebuena. 

    Encendió la calefacción. Programó el termostato con picardía para asegurarse de que su invitado se desprendiera pronto del jersey islandés que siempre llevaba. Ella disfrutaba del contraste de aquel hombre recio que ocultaba, bajo la informe ropa de adulto, viejas camisetas frikis (metáfora perfecta del niño que aún vivía dentro de él).

Se arregló sin prisas: vestido de noche, tacón alto para equilibrar el juego de alturas entre ellos, pendientes largos de lapislázuli. Era un conjunto elegante, sin estridencias.

     Después sólo tuvo que darle la vuelta a las dos copas que había dejado boca abajo por la mañana y encender la vela del centro de mesa. El escenario estaba preparado. El día anterior había comprado un enorme ramo de eucaliptus y el salón olía a bálsamo para el resfriado. Para ella no había nada más invernal que un buen catarro.

     Héctor Gröc llegó puntual con varias bolsas reutilizables de algodón donde llevaba un exquisito menú para dos comensales (uno de ellos intolerante al gluten). Preparó vino caliente y emplató con la pericia de un cocinero profesional a pesar de sus grandes manos de ebanista. Ella se tomó la libertad de quitarle una viruta de madera atrapada en el cabello y la cara de él enrojeció como muda respuesta.

    Ambos estaban en la treintena, tenían buena planta, eran personas juiciosas y disfrutaban sin ataduras de la mutua compañía.

      Héctor comentó que ella olía a canela y ella lo justificó por estar trabajando en una infusión para primavera. Geneviève (era una mujer discreta) omitió decirle que él olía a resina y eso le hacía imaginar bosques de cuento de hadas.

      Tras la cena bailaron un poco. Ella dio por bien invertido el dinero gastado en el curso de mindfulness al deleitarse con una práctica de conciencia plena de sus manos en la amable espalda de él. La música no estaba muy alta para evitar molestar a los vecinos. La nieve, con prudencia, empezó a caer instantes antes de que ellos se dejaran llevar por una comedida pasión.     

     Se despertaron ambos con dolor de estómago y fiebre. Tal vez el vino, tal vez la comida. Quién sabe. La tormenta había superado las previsiones meteorológicas y la ciudad estaba paralizada por dos metros de nieve. Comprendieron que nadie acudiría en su ayuda.

     Vomitaron por turnos. Cuando ello no era posible él le cedía el uso del lavabo y se conformaba con el fregadero. Ella aportó un variado surtido de medicamentos paliativos y él un espray para el mal aliento. Lucharon contra la fiebre juntos pero cada uno a su manera: Héctor sudando bajo las mantas (era un hombre apegado a la tradición) y Geneviève (tenía una amiga enfermera) se puso un camisón de verano. Aprovecharon para hacer un maratón de una serie que ambos ya habían visto porque así, si uno se dormía, cuando despertaba podía seguir sin problemas el hilo de la historia. 

     Compartieron lo que tenían, no perdieron la ternura y se sorprendieron al encontrar la fuerza interior para ayudar al otro cuando era necesario. Estuvieron seguros de haber descubierto el verdadero espíritu de la Navidad.

     Y, como eran personas juiciosas, decidieron casarse, tener un par de hijos y aburrir cada Navidad a sus familias con el relato de su excepcional aventura.


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